domingo, 19 de agosto de 2012

Una comprensión adecuada del funcionamiento del cerebro nos ayudará a mejorar el aprendizaje.


El cerebro de un recién nacido es sólo un cuarto del tamaño del de un adulto y, en todo el transcurso de su infancia, experimentará un crecimiento intensivo y masivo de neuronas. Pero ese fenómeno eminentemente biológico estará condicionado por la experiencia, ya que será ésta la que guíe qué conexiones neuronales se preservarán y qué conexiones se van a eliminar.

Las primeras áreas cerebrales en madurar son las más básicas, relacionadas con la información visual o con el control motor de los movimientos. Más tarde se desarrollan otras, como el lenguaje y la orientación espacial. Las últimas áreas, que maduran recién entre la segunda y la tercera década de la vida, son las que están ubicadas en la zona frontal. Estos datos nos permiten comprender que en el cerebro del niño e, inclusive, en el del adolescente, las áreas involucradas en la inhibición del impulso, en la toma de decisiones, en la planificación y en la flexibilidad cognitiva o intelectual, aún están en proceso de maduración.




De arriba abajo, cerebros en desarrollo, de menos a más edad. (Foto: Peng Yu)

Todas estas evidencias que surgen de las investigaciones neurocientíficas sobre cómo el cerebro se desarrolla y aprende tienen el potencial de generar un gran impacto en la práctica educativa. La comprensión de fenómenos de la biología del cerebro en desarrollo permite abordar problemáticas clave para el aprendizaje, tales como la memoria, la atención, la alfabetización, la comprensión de textos, el cálculo, el sueño, la noción de inteligencia, la interacción social, cómo es el impacto emocional e, incluso, qué rol juega la motivación.

También existen datos comprobables de cómo el cerebro procesa la información nueva a lo largo de la vida, sobre rol de la imitación, del necesario tiempo de descanso cerebral para el asentamiento del conocimiento, de la relevancia de la corrección de errores, de la ayuda de la tarea dirigida y de la importancia del rol activo y fundamental del docente.

Diversos hallazgos neurocientíficos han demostrado que la interacción con otros humanos resulta central para el aprendizaje de los niños y los adolescentes. Es en el cruce de diferentes disciplinas donde se logran los mayores conocimientos y las más eficaces prácticas.

Es importante comprender que las neuronas se desarrollan a partir de un patrón genético dinámico moldeado por las exigencias y los estímulos del entorno.

Imaginemos, por ejemplo, a un violinista. Mueve los dedos de la mano izquierda de manera intensa y precisa para ejecutar eficazmente su instrumento. El área del cerebro encargada del control motor elabora, para esto, mayor cantidad de conexiones neuronales. Esas conexiones permiten que el violinista mejore la destreza con el violín, y esos estímulos, a su vez, generan nuevas conexiones. Esto quiere decir que estamos frente a un sistema que se retroalimenta y produce, en este caso, un círculo virtuoso. Y, como contrapartida, frente a la carencia de estímulos, un círculo vicioso.



La relación entre las neurociencias y la educación puede dar lugar a una transformación de las estrategias educacionales que permitirán diseñar nuevas políticas educativas y programas para la optimización de los aprendizajes. Así muchas preguntas sobre la política educacional pueden ser nuevamente abordadas: ¿Cuál es la mejor edad para iniciar la educación formal? ¿Existe una edad crítica más allá de la cual resulta más complejo alcanzar el alfabetismo? ¿Por qué algunos niños aprenden más fácilmente que otros?

Las neurociencias pueden contribuir a la búsqueda de estas respuestas y los educadores no deben temer sus aportes, ya que muchos de éstos seguramente amplían e, incluso, respaldan sus saberes y prácticas cotidianas de la enseñanza. Asimismo, los neurocientíficos deben trabajar de manera mancomunada con los docentes, ya que son ellos quienes mejor conocen la realidad del aula.

Si un chico no recibe suficiente estimulación intelectual, las vías neuronales que tienen que eliminarse, no se eliminan, y las vías neuronales que tienen que quedar, no quedan. Pero cualquier estimulación y programa educativo, incluso los más innovadores y sofisticados, requieren de una condición aún más primaria para el eficaz desenvolvimiento de los cerebros que se forman. Ambiciosas propuestas educativas personales, de aula o comunitarias fallan no por cuestiones cualitativas de esas experiencias, sino por la mala alimentación. La carencia nutricional produce un impacto tremendamente negativo en el desarrollo neuronal de los niños y los adolescentes.

La reconocida neurocientífica de la Universidad de Pensilvania Martha Farah estudió el impacto de estas carencias en el cerebro en desarrollo. Sus estudios pudieron conducir a conclusiones sobre los efectos negativos que produce una pobre nutrición, la exposición a toxinas del medio ambiente o cuidados prenatales inadecuados. Pero uno de los elementos más relevantes de sus estudios tuvo que ver con el grado de reversibilidad de estas condiciones. El cerebro es plástico y tiene la capacidad de cambio, por lo que se debe comprender que la necesidad de los adecuados estímulos, alimentación y contención afectiva es urgente y, aunque el tiempo haya pasado, siempre será favorable la intervención.

El cerebro es un órgano lo suficientemente hábil y flexible para adaptarse a un destino más conveniente, es decir, más feliz.

El cerebro es un órgano lo suficientemente hábil y flexible para adaptarse a un destino más conveniente, es decir, más feliz. La familia, las instituciones, la pequeña comunidad y la sociedad son los responsables del desarrollo de niños y adolescentes. Los niños y los adolescentes deben ser los verdaderos privilegiados porque así lo requiere el orden de la naturaleza y la cultura, y porque serán los que se volverán grandes y trazarán con sus manos los nuevos destinos propios, los de sus comunidades, los de nuestra sociedad.


Por: Aránzazu Ibáñez

Fuente de información:

Facundo Manes
lanacion.com

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